No suelo soñar. Mis sueños son como un acontecimiento anual, como un cumpleaños o unas bodas de plata. En las ocasiones que lo hago siempre son sueños aparentemente angustiantes, que por alguna razón no me dan angustia. En una ocasión soñé que un hombre sin rostro me miraba desde el borde de la cama, algo parecido al corazón delator de Edgar Allan Poe. En el sueño yo intentaba apartar a ese hombre de mi a empujones, pero permanecía yo estirado en la cama. Pese a ser un hombre largo, mis brazos no me dotan de una envergadura excepcional así que no llegaba. El hombre sin rostro solo me miraba. Me desperté más extrañado que aterrado. Es lo más cercano que recuerdo a una pesadilla. Aquí os dejo otro convertido en soneto.
Soñé que, diligente, me prendía en fuego
y todo se volvía más sencillo entonces;
los onces, en la hoguera, eran solo onces
y diáfanas lucían las reglas del juego.
Engalanado y hermoso, como un griego
vestido de dorados cálidos y de bronces,
caracoleaban ante mí todos los gonces
de las puertas que custodian los ojos del ciego.
A lo bonzo avanzaba una antorcha viva,
una lámpara hostil en manos del gendarme,
emprendiendo ya una marcha definitiva.
De mi sueño, les ruego, que nadie se alarme.
No había congoja ni vida fugitiva.
No quería morir, quería iluminarme.

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