Ser un solitario es una de mis mayores catástrofes. Mi soledad me la fumo en todas partes. No hay sitio, poblado como el que más, en que no me haya sentido, en una ocasión dada, solo. Es algo así como el accesorio que más llevo, un ponzoñoso reloj de marca por decirlo de algún modo. Creo que en ocasiones mi soledad me queda bien o inspira algún poema flojo como este:
Mi soledad es como un cigarrillo;
sorbiendo se consume y me consume,
inflama el aire, libra su perfume
y colorea de gris y carboncillo.
Mi soledad huele a fea ceniza
o a química menta en ocasiones,
la enciende una llama de pasiones
que al poco rato se volatiliza.
Mi soledad me carcome los pulmones;
emponzoña mi cuerpo con sus vapores.
Me susurra: “No vendrán tiempos mejores”
y me brinda sus perversas atenciones.
Por eso cuando fumo lo hago solo.
Es mi cigarro de aroma a cieno,
mi cáncer, mi descenso y mi veneno.
Es mi soledad y la prendo con dolo.

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