Imagen creada con la herramienta DALL-E de OpenAI.
Aún recuerdo nuestros juegos de niños.
Recuerdo cómo llegó a nosotros,
como arbóreo terciopelo reciclado,
el cuerpecito raso de nuestro vástago.
Y debatimos el método en que las simetrías
y los pliegues dan más vigor a los cuerpos,
haciéndolos más duraderos
y menos humanos.
Recuerdo tu mirar ilusionado, de soslayo,
al cederte la primera doblez de todas:
ese quedo pistoletazo de creación y de cambio.
Recuerdo su breve e íntimo bautismo
entre las lluvias beis del otoño,
en que escribimos a resguardo de su ala:
“para siempre”
y nos reímos como dioses desconocidos
que conocen el mayor de los secretos:
el de dotar de eternidad lo efímero.
“¡No somos barro, Creador! No lo somos.
Tu no nos has creado. Somos el torno
y el alfarero. Legislamos el desorden.”
Y reíamos, y susurrábamos, construyendo
un ovillo enredado de sonrisas y manos.
Y lo hicimos volar, como solo tú y yo supimos,
entre los nudos de sus hermanos. Más, más alto,
con su cuerpecito amarillo y reencarnado
domesticaba corrientes más pesadas que el destino,
como si eso no fuera ningún reto.
Y volvía a tierra sin esfuerzo,
un suicidio obligatorio
celebrado por el reinicio del juego,
la creación
y el universo.

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