Todos los poetas han sucumbido al amor adolescente. A su melosidad y a su amargo final. El amor adolescente puede ser obsesivo y calamitoso, pero siempre pervivirá en él una iconografía de flores y de néctares que no pueden faltar en mi propio poema de amor adolescente.
Cual pájaro funesto picoteó mi vena
tu encanto e hizo mieles espesas de mi savia.
Y se alejó con un zumbido, prendiendo en rabia
el promontorio en que tu aguijón besó su cena.
Poco a poco, despacito, me torné colmena
de abejitas temblorosas que mi ser agravia.
Me tiemblan en las manos, la tripa y en la labia
al libar el perfecto licor de tu melena.
Te marchaste aleteando presto hacia otras flores,
dejando de tu cuerpo en mí solo una herida
embriagada de tu dulce néctar y picores.
Y con el recuerdo de tu súbita partida,
traquetean en mi pecho pinchos y dolores
ahincados por el fijo rastro de tu huida.

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